9 de enero de 2012

ENTREVISTA CON MASSIMO MODONESI: LAS NUEVAS FORMAS DE CONSTRUÍR POLÍTICA.

Entrevista a Massimo Modonesi, historiador y sociólogo ítalo-mexicano
Las nuevas formas de construir política
Publicado el 9 de Enero de 2012
Por Felipe Ramírez Mallat
Dejó su Italia natal (la primera de Berlusconi) hace casi 15 años para radicarse en México. Allí se hizo especialista en Historia y análisis político regional, trabajo que alimenta con un profundo estudio de la obra de Antonio Gramsci, donde revisita conceptos casi olvidados para pensar las problemáticas de hoy. De paso por Buenos Aires habló sobre el pasado, presente y futuro de los gobiernos progresistas de América Latina.

Cae a la ciudad en una semana infernal, con 34° de calor y un 80% de humedad. ¿Qué piensa de la Argentina? “Está caliente”, responde entre broma y en serio Massimo Modonesi, habla del tiempo y de la política de una sola vez. Vino a participar de un seminario organizado por la Maestría en Estudios Latinoamericanos de la Universidad Nacional de San Martín, y a presentar su último libro, Subalternidad, antagonismo, autonomía, donde crea una “máquina” analítica basada en Antonio Gramsci para pensar la realidad actual. Además, participó en varios debates sobre lo que desde el Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales y su revista, el Observatorio Social de América Latina, se ha dado a llamar “la década”: los procesos progresistas conducidos por la mayoría de los países sudamericanos desde fines de la década de 1990 a la fecha.

–En términos generales, ¿cómo se ha dado el proceso político y económico en esta década? ¿Qué evaluación y comparación pueden hacerse con procesos similares en la historia latinoamericana?
–Hubo dos grandes oleadas que marcaron la historia latinoamericana: la de los ’20-’30 y la de los ’60-’70, y en ambas se jugó una combinación diversa entre demandas y culturas nacional-populares por un lado y socialistas-revolucionarios por otro, muy propias de la modernidad. Eso no desaparece en la actualidad pero tampoco es lo que marca la escena de hoy. En la década hay elementos nuevos, como el comunitarismo que viene de las experiencias indígenas, experiencias territoriales ligadas a los barrios o del campo y reclamos de corte ambientalista o relacionados con el trabajo más allá de las fábricas, como los movimientos de desempleados o de trabajadores precarizados que no son necesariamente parte de grupos sindicalizados. En Europa pasa hoy algo que en América Latina está latente y en algún momento se va a manifestar con fuerza a partir de sectores de subempleados o precarizados con alta calificación que mañana van a vivir un mundo del trabajo frágil donde, o te atomizas y te pierdes en la lucha por la supervivencia, o se recrean solidaridades transversales que van a plantear desafíos interesantes para las sociedades latinoamericanas.

–¿Podrías explicar la idea de que los golpes militares de los ’70 no son el fin de un ciclo sino el inicio de otro ciclo que no termina?
–La idea es sencilla y compleja a la vez. El planteamiento de que los golpes militares fueron parte de un pasado que había que cerrar, una pesadilla que había que terminar para despertar en un amanecer democrático-liberal es muy ideológico. La teoría de los dos demonios, del demonio revolucionario que había despertado al demonio militarista y que servía para ratificar lo angelical de la democracia y el liberalismo económico, olvida algo básico en la metodología histórica: los procesos jamás se cierran de forma tajante, siempre hay sobreposiciones y las transiciones se dan siempre entre lo viejo que no acaba de morir y lo nuevo que no acaba de nacer, parafraseando a Gramsci. En ese sentido, el cierre de época que marca la dictadura es el inicio de un nuevo proceso, donde el militarismo es la plataforma que sustenta la transición al neoliberalismo.

–¿Los actores del trabajo sucio?
–No hubiera sido posible un régimen socioeconómico tan duro para los sectores populares sin que el militarismo hubiese hecho ese trabajo sucio de debilitar a la fuerza política que los sectores populares de una u otra forma fueron acumulando a lo largo de 50 años. Se requería de este proceso para permitir un nuevo ciclo de acumulación capitalista basado en una fuerte concentración de la riqueza. No era posible en otro contexto histórico, de la misma forma en que no era posible establecer una institucionalidad democrática y pluralista tan acotada como la que se dio después, donde el modelo económico se sostiene en una alternancia política que justamente no cuestiona ese modelo económico.

–¿Y cómo evaluar ese giro a la izquierda de la década?
–La pregunta es cuál es el alcance de este giro a la izquierda, un fenómeno que no tiene equivalentes a nivel mundial hoy. Creo que se debe hacer un doble ejercicio, uno puntual y otro general. Hay dos grandes líneas de debate, que tienen que ver con las expectativas y las esperanzas que estos gobiernos suscitaron. Una estructural, socioeconómica, y otra sociopolítica o de política institucional. A nivel socioeconómico la línea de evaluación es qué tanta discontinuidad se dio respecto del neoliberalismo, qué tanto fueron estos gobiernos capaces de impulsar un nuevo modelo. Ahí se hace una lectura crítica y otra favorable: la favorable pone énfasis en temas como una renovada intervención estatal, de aumento en el gasto público y social que busca incentivar los mercados internos, la mejora del poder adquisitivo y de derechos sociales como educación o salud. Acá se habla de neodesarrollismo, un concepto del cual se prenden los críticos. Estos dicen que justamente los avances se quedaron allí, que no se está haciendo nada particularmente nuevo ni significativo, incluso en esos mismos temas que acabo de mencionar. Es la vieja retórica del vaso medio lleno y el vaso medio vacío. Primero, ver que después del vaciamiento llevado a cabo por el neoliberalismo ahora se ha “medio llenado” el vaso, o que sólo se ha recuperado lo perdido en los ’90 –y a veces ni siquiera eso– sin avanzar en nuevas conquistas.

–¿Y cómo se da el debate en el nivel sociopolítico?
–Ahí también había promesas y expectativas. Se trató, en su mayoría, de gobiernos que llegaron al poder impulsados por una movilización social que buscaba cambios en las dinámicas electoralistas cerradas que mantenían el recambio sólo dentro de una élite sin permitir otros canales participativos. Ahí tenemos un saldo particularmente delicado de los gobiernos progresistas, un terreno especialmente resbaloso. Aunque haya casos donde incluso se escribieron constituciones que establecen ciertos puntos de renovación, como en Venezuela, Bolivia o Ecuador, no creo que estas hayan plasmado demasiado profundamente las instancias de participación ciudadana que los movimientos demandaban. Creo que los partidos o movimientos que llegaron a los gobiernos emprendieron sus ejercicios dejando un poco intacta la institucionalidad vigente hasta ese momento, sin promover una transformación profunda en la relación entre lo estatal y la sociedad civil.

–¿Y qué pasa con los países que no dieron el giro a la izquierda, como Colombia, Perú o Chile, cómo encajan en “la década”?
–Perú está viviendo un proceso nuevo y habrá que esperar cómo avanza. Se trata de un país que vivió una dinámica tardía de militarización vía Sendero Luminoso y la respuesta desde el Estado. Esto sucede en los ’80 y ’90 y, tal como en Colombia, genera un desfase respecto de sus vecinos en el devenir de los procesos políticos, donde el giro se está planteando más bien como parte de la segunda década del milenio. Esto no quiere decir que haya una secuencia inexorable de la historia, pero sí hay ciertas tendencias, configuraciones y correlaciones de fuerzas que se tienden a dar. Hablo de tendencias. Creo que por ahí va, lo mismo que Chile, donde el cambio podría estarse prefigurando a través del movimiento estudiantil.

–Pero al mismo tiempo, desde la derecha se habla del agotamiento de los procesos, ¿nos podríamos estar acercando al “fin de la década”?
–A mí lo que me preocupa es una institucionalización normalista de la década que derive en mecanismos sistémicos de alternancia. Que este proceso sea tomado sólo como un movimiento pendular donde la izquierda quemó sus cartuchos, hizo sus apuestas y al final regresemos a experiencias de centroderecha sin modificaciones sustanciales en términos de saldos más profundos, que era la apuesta de fondo: la fuerza que empujó a los movimientos progresistas eran las condiciones generadas por el agravio neoliberal. Me parece que la agenda de transformaciones, rica y profunda, podría estarse agotando.

–Entonces, ¿cómo se posiciona la izquierda latinoamericana hoy?
–Cualquiera sea el desenlace de la década, que regrese la derecha o se sostengan las alternativas progresistas, es probable que se generen otras dinámicas que rebasen los horizontes institucionales, como en algunos países europeos, muy estables, pero muy pobres en cuanto a la participación política de la ciudadanía y los vínculos entre las personas. La vía de escape de eso la estamos viendo ahora a través de violencia callejera y una protesta despolitizada y desordenada. En América Latina tenemos la oportunidad de mantener canales de participación sistémicos que den voz y enriquezcan la vida democrática, canalizando otras formas de construir política. La historia del siglo XX se nutrió de pensamientos antisistémicos, y no particularmente porque se hayan consolidado una realidad antisistémica, sino porque retroalimentó una capacidad reformista dentro del sistema. Me parece que, a diferencia de lo que puedan pensar algunos, la teoría y práctica revolucionarias fueron menos materia de confrontación –que lo fue, es innegable– que de alimentación de capacidades reformistas reales, de horizontes de transformación sustentables que se hicieron posibles a través de pensar más allá de lo existente.

–¿Cómo ve a la Argentina?
–La Argentina es bastante representativa de la secuencia inicial de la que hablábamos. Hay una movilización, un estallido del cual se cumplieron diez años que, a pesar de haber sido destituyente, fue instituyente de algo nuevo. Instaló un nuevo clima social que permitió la llegada de un gobierno progresista, y hoy el kirchnerismo es un poderoso dispositivo que canaliza, contiene y organiza la movilización, incluso en formas típicamente nacional-popular con las dinámicas internas del propio peronismo.

–¿Y México, cuya década fue en camino contrario?
–Tenemos un contexto dramático marcado por la violencia del narco, que será sin duda lo que marcará el proceso electoral de 2012. Qué pasa con el narco, las propuestas respecto a la violencia y cómo va a jugar el narco el mismo proceso electoral son elementos centrales. La derecha-derecha, que gobierna hace diez años y está destinada a perder las elecciones, cuya estrategia de militarización fue uno de los factores que desató la guerra contra el narco –con más de 60 mil muertos en cinco años– va a pagar los costos del fracaso de su estrategia. Esto es lamentable porque opaca que también ha habido un fracaso social y económico a través de la profundización del neoliberalismo, que también implica costos sociales muy elevados, y se optó por la militarización y no por la política social.


–¿Y qué podemos esperar para las elecciones?
–Ahora hay dos propuestas en la mesa. La del PRI, que a muchos que piensan que son los únicos que pueden convivir con el narco, tranquiliza. Pero es una normalización conservadora y el triunfo de la narcopolítica, aunque sea una tregua que atrae a muchos. Y en el caso del progresismo, encarnado en la candidatura de Andrés Manuel López Obrador, su propuesta es similar a la que se produjo en América Latina en otros países: recobrada iniciativa estatal con un giro más progresista en cuanto a gasto y políticas sociales. Pero en un escenario donde el tema de la justicia social no está en el centro del debate, lo obligarán a remar a contracorriente. De todos modos, hay que considerar que en México el año electoral es siempre un año explosivo, y suceden cosas. Fraudes, levantamientos, asesinatos, siempre pasa algo que mueve el tablero de lo previsible.
Fuente:TiempoArgentino

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